La toga: ese pedazo de tela que nos separa del pueblo... ¿o de la decencia?

Por KUKULKÁN
¡ADIÓS a la toga! —o al menos eso pretenden las bancadas de Morena y del Verde en el Senado—. Y no, no es que de pronto haya estallado una crisis textil en el país, sino que nuestros flamantes legisladores han descubierto que el problema del Poder Judicial no es la corrupción, la impunidad o los intereses cruzados, sino… el guardarropa.
SÍ, SEÑORAS y señores, en esta nueva “época judicial” lo que importa es que los ministros se vistan como se les antoje. ¿Toga negra con puños blancos? ¡Anticuado, elitista, colonial! Ahora, el nuevo uniforme de la justicia será “formal o tradicional, acorde con sus orígenes, costumbres y preferencias”. ¿Qué sigue? ¿Audiencias en huaraches? ¿Sentencias dictadas con bordados de Tenango?
ESTA iluminada iniciativa llega, claro, en vísperas de que Hugo Aguilar Ortiz, jurista oaxaqueño de origen mixteco, tome la presidencia de la Suprema Corte. Aguilar, que ya adelantó que no portará toga sino atuendos indígenas ceremoniales, ha encendido un debate que, en cualquier país con sistema de justicia funcional, sería decorativo. Pero aquí, donde la justicia suele dormirse más rápido que un senador en tribuna, cualquier pretexto sirve para montar el show.

PORQUE, no nos engañemos, la toga —esa prenda centenaria que viene de la Roma antigua y que ha sobrevivido a guerras, dictaduras y reality shows— representa mucho más que elegancia retro. Es símbolo de neutralidad, solemnidad y autoridad. Claro, también ha sido testigo de sentencias torcidas, jueces vendidos y ministros con memoria selectiva, pero quitarle la toga al Poder Judicial no limpia su conciencia… sólo lo deja en camiseta.
QUIENES defienden la medida alegan que la toga “aleja al pueblo”, que es un símbolo “elitista” y que en estos tiempos de transformación se necesita una imagen más humana y cercana. Porque todos sabemos que, si un juez se viste con traje de manta y huipil, mágicamente se volverá justo, honesto y sensible. Spoiler: no.
MIENTRAS tanto, los críticos —esos necios que todavía creen que las formas importan— recuerdan que el uso de la toga está plasmado en el Decreto Presidencial 104 de 1941. Un decreto que, aunque viejo, sigue vigente, como las promesas incumplidas del gobierno. Y señalan que saltarse la toga por “sentimientos identitarios” sienta un precedente institucional preocupante: si cada quien viste como quiere, ¿por qué no dictar sentencias también según “preferencias y costumbres”?
LA POSTURA de la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido respaldar la decisión de Aguilar como un acto de “reivindicación cultural” y “justicia histórica”. Bonitas palabras que hacen olvidar —convenientemente— que la verdadera justicia no se trata de telas ni bordados, sino de independencia, legalidad y firmeza frente al poder.
PERO como en este país todo se viste de ideología, lo que debiera ser una discusión sobre institucionalidad se convierte en bandera de identidad. Y así, el debate sobre si la toga debe o no permanecer se transforma en un espectáculo político más, donde lo simbólico tapa —otra vez— lo sustantivo.
AL FINAL del día lo que importa no es si los ministros visten toga, traje indígena o pijama de polar. Lo que importa es que su función no esté subordinada a los intereses del partido en turno, ni de los empresarios de siempre, ni de las consignas palaciegas. Lo que importa es que hagan justicia. Y si para eso hay que usar una toga negra, un rebozo o un sombrero charro, que así sea. Pero que la vestimenta no se convierta en pretexto para seguir disfrazando la podredumbre.